¿Quién decide cuáles son las personas que pueden adorar, servir y ser parte de la iglesia de Dios? ¿Acaso este privilegio es una decisión humana? ¿Existirá un monopolio liderado por moralistas y legalistas que hacen de estos derechos todo un proceso calificativo y exclusivista?
Jesús, a través de su estilo de vida, propuso un mensaje inclusivo totalmente contrario a lo que muchas iglesias fomentan hoy en día. Ser parte de una iglesia o participar en alguna actividad de adoración o alabanza a Dios puede convertirse en un calvario, debido a procesos selectivos que muchas veces rayan en lo discriminatorio y excluyente.
La Biblia muestra cómo Jesús permite que personas señaladas como inmundas por estar en condición de pobreza, enfermedad, pecaminosidad o por no ser judías, le muestren gratitud, honra y hasta adoración. En el evangelio de Lucas se menciona a una mujer que era conocida públicamente como pecadora, y al enterarse que Jesús estaba en Galilea, en la casa de un fariseo, se acercó hasta allá y "tomó un frasco de perfume, se colocó detrás de él, a sus pies, y se puso a llorar. Sus lágrimas empezaron a regar los pies de Jesús y ella trató de secárselos con su cabello. Luego le besaba los pies y derramaba sobre ellos el perfume." (Lucas, 7:37-38).
La narrativa de este pasaje es asombrosa. El olor a perfume de nardos está en cada letra escrita por Lucas, pero lo realmente revelador descansa en la adoración dada por esta mujer, conocida como pecadora, a quien Jesús acepta y retribuye, perdonando sus pecados. Esta persona irrumpe en la casa, sin ser invitada, violentando todas las normas sobre las mujeres que les impedían estar donde los hombres se reunían y, para su felicidad, entró como pecadora para adorar y salió como redimida a celebrar.
No obstante, ante los eventos de gracia e inclusión de Jesús, siempre están los que ostentan el monopolio de la adoración y del servicio. Simón, el anfitrión, no había mostrado ninguna honra al Maestro, como era costumbre judía y, muy a pesar de eso, en sus adentros murmuró: «Si este hombre fuera profeta, sabría quién es la que lo está tocando, y qué clase de mujer es: una pecadora». (Lucas:7:39)
¿No serán estos pensamientos de Simón los mismos que hoy en día marginan, condicionan y señalan a grupos y personas que desean acercarse a Dios? Para algunas iglesias, servir al Altísimo, tener algún puesto de liderazgo dentro de la congregación, ejercer alguna responsabilidad en el culto, entre otros privilegios, están designados para cierto tipo de personas, seleccionadas por su linda apariencia, imagen pública, estatus social, buen nivel financiero o por su aparente “alta moralidad”.
Para este sistema excluyente le hago estas preguntas: ¿Quién les dio el monopolio de la salvación y de la gracia? ¿Deciden ustedes quién puede adorar a Dios y quién no?
El versículo citado indica que para ser un adorador, se requiere sentirse pecador, arrepentirse y caer rendido a los pies de Jesús, tal como lo hizo la pecadora como un acto de adoración genuina hacia el Maestro: Sentirse pecador es el primer paso para ser amado por Dios.
Así lo demuestra Jesús, al responderle con una historia narrada a la murmuración de Simón, en donde el desenlace de la misma revela las razones que aquella mujer pecadora tenía para adorarlo, rompiendo así con todas las limitaciones religiosas y culturales del momento.
Entre tanto, en la actualidad muchos de quienes marginan este tipo de adoradores no tradicionales: prostitutas, homosexuales, indigentes, presidiarios, entre otros, ocultan múltiples pecados de diferentes órdenes, que no siempre son tan públicos, como por ejemplo, el uso de la pornografía.
¿Cuál es la diferencia entre aquellos pecadores a quienes se les impide cualquier acto hacia Dios y quienes viven una doble moral a escondidas? ¿Acaso Dios no mira a ambos grupos?
Si aplicamos la normativa de manera justa, casi nadie podría darle a Dios ninguna devoción o servicio. Es con base en el amor infinito de Dios y su gracia, expresados en el sacrificio de Jesús en la cruz, que se nos permite el privilegio de caminar con Él, adorarlo y servirle en pro de los demás.
Para concluir, nadie, absolutamente nadie, tiene el derecho de limitar el acercamiento a Dios ni impedir las muestras de gratitud y honra a ninguna persona. Estoy completamente seguro que hoy existe mucha gente que tiene conciencia de su realidad pecadora y, desde esa realidad, anhela acercarse a Dios para adorarlo.
El Padre Celestial quiere iglesias donde se respire su amor, donde se promueva el perdón y la gracia. Somos llamados a ser su abrazo y a transformar vidas pecadoras. Si como seguidores de Jesús no hacemos nuestra parte, ¿quién lo hará? Además, es necesario recordar que cada uno de nosotros somos imperfectos, que estamos en una constante metamorfosis, desde la cual muchos de los que son tildados como pecadores, hacen paridad con nuestras fragilidades y pecaminosidades. “El que esté libre de pecado, que lance la primera piedra”. Juan 8:7 NVI.
Por efecto a esta vivencia, la iglesia tiene que convertirse en un taller de pecadores en recuperación, y no en un museo de santos moralistas.
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