La Iglesia, en tanto pueblo de Dios en el mundo, ha sido afectada por el impacto global del coronavirus. Hemos sido testigos de la muerte de pastores, familiares, vecinos. Hemos soportado la regulación del no celebrar comunitariamente la liturgia, el culto. Sin embargo, en sintonía con el resto de la humanidad, estamos desafiados a ir más allá de este dolor y reflexionar sobre el sentido profundo de este tiempo de pandemia. Eso implica volver a la matriz de nuestra fe y discernir cómo Dios se hace presente en estos acontecimientos, invitando a encontrarnos y no a huir de nuestras responsabilidades misionales.
Como cristianos, hemos de reconocer en la pandemia un “signo de los tiempos” que exige rediseñar las formas en que somos y hacemos Iglesia, y en el cómo encarnamos el Evangelio. Esto se dice fácil, pero la verdad es que estamos ante una situación, donde no existen recetas predeterminadas, a todos nos tomó sin tener un plan de contención. Al estar ante circunstancias inéditas en nuestra historia, es imperioso responder con fidelidad creativa y audacia pastoral. Sin embargo, debemos ser precavidos para no caer en la actitud de quienes creen estar “inventando el agua tibia”. Nuestra herencia, como cuerpo vivo fundado en Cristo y enriquecido por las generaciones de cristianos que nos precedieron, cuenta con recursos para orientarnos en la difícil tarea de navegar por esta crisis, sin que por ello nos ceguemos a la radical novedad que emerge ante nuestros ojos, como el llamado a renovarnos.
Desde esta lectura, la tradición bíblica leída desde el momento presente puede darnos pistas para preguntarnos: ¿Y si la pandemia nos llevara a ser y hacer la Iglesia? Para el pueblo de Israel, su experiencia “fundante” fue el exilio en Babilonia durante el siglo VI a.C. La ciudad santa de Jerusalén fue saqueada, el templo de YHWH destruido y las élites del reino de Judá deportadas a la capital del enemigo. Nobles, sacerdotes, intelectuales y artesanos fueron despojados de sus posiciones de poder y forzados a reinsertarse en una sociedad extranjera como ciudadanos de segunda clase. Aquellos que eran gente importante en su nación, tuvieron que experimentar la humillación.
El tocar fondo hizo que los exiliados, provenientes de los círculos de poder, se dieran cuenta de que su confianza estaba puesta en “falsas seguridades”, en su egocentrismo. Por décadas habían cerrado sus oídos a las demandas de los profetas, quienes denunciaban una práctica religiosa llena de hipocresía, y una vida institucional repleta de abusos contra los desvalidos y pobres. Pensaron que eran omnipotentes. Al tener que estar del lado de los oprimidos, recordaron su vulnerabilidad y su interdependencia de Dios y del pueblo. Fue entonces que volvieron a lo esencial: recordaron que eran una nación elegida por Dios para anunciar la salvación a todas las demás naciones. Dios los había liberado de la esclavitud en Egipto, y se había comprometido a amarlos incondicionalmente en el marco de una relación inquebrantable, como del cumplimiento de su misión. Así como los judíos en el exilio y en el marco de esta pandemia, la Iglesia está llamada a examinarse a sí misma.
Retomando el símil con el exilio babilónico, esta comunidad también se vio impedida de dar culto a YHWH de la manera tradicional. Al ser destruido el Templo de Jerusalén, esa dimensión de la religiosidad judía fue bloqueada. Sin embargo, ante esta ausencia, redescubrieron el mensaje revelado por Dios y la historia de su relación con Él. Más aún, decidieron ponerlo por escrito para que los ayudase a sanar sus heridas, reconciliarse con su pasado y convertir el desarraigo en esperanza. El corazón de la Biblia hebrea adquirió forma durante este tiempo de prueba. Ante la imposibilidad de ir al Templo, estos creyentes recentraron su experiencia de fe en la Palabra de Dios y la vida comunitaria.
Nuestra cultura está tan centrada y viciada al culto que hoy, al estar limitados en esta práctica litúrgica, debemos aplicar otros métodos de crecimiento espiritual, partiendo desde el hogar.
En otro caso, al profeta Ezequiel, uno de los judíos cautivos en Babilonia, la gloria de Dios se le apareció en esta ciudad, concretamente en el barrio donde vivía con otros exiliados junto al río Quebar (Ez. 1: 1-28) Dios se desplazó hacia los márgenes, abandonando la ciudad santa de Jerusalén, para acompañar a su pueblo sufriente.
La experiencia de Ezequiel nos marca dónde debemos situarnos como Iglesia ante la pandemia. Es admirable la creatividad desplegada para sostener el culto y la oración comunitaria a través de novedosas plataformas virtuales. Sin embargo, estoy convencido de que la realidad que vivimos, nos interpela a proclamar la presencia viva de Dios en todos aquellos que no tienen los recursos para una conectividad virtual, para con aquellos que están arriesgando sus vidas para proteger a los más vulnerables.
Dios dejó los templos donde la institucionalidad era adorada, y se movió a los lugares donde se sufren los dolores de esta crisis mundial, por lo tanto, si la Iglesia no se mueve en búsqueda del Dios del pueblo y los desprotegidos, terminará siendo un monumento fosilizado.
Ser y hacer Iglesia sin templo, nos confinó en las casas, y desde allí se puede participar de este testimonio de una “Iglesia servidora”, expresando generosidad con gestos cotidianos como dar de comer al hambriento, estar en contacto (virtual) con quienes están solos, auxiliando al vecino adulto mayor, en general, solidarizándose con las historias de aquellos que tienen necesidades tan apremiantes y básicas.
Que sigan cerrados los templos y que la Iglesia sin paredes abrigue a todos ha dejado en evidencia que, debajo del sol, todos podemos ser tocados por las pandemias, arrepintámonos de nuestras insensibilidades y, de manera humanizada, acerquémonos a los que menos tienen o a quienes heroicamente nos protegen.
Dios nos está invitando a pasar de un cristianismo de tradiciones a uno de testimonio práctico.
Ame,totalmente de acuerdo
Estamos en tiempos difíciles, donde se exacerba el temor a lo desconocido y las ausencias, el alejamiento de las personas que se nos es grato ver y sobretodo a las que por alguna razón le tenemos mucho cariño y nos es difícil dejar de verlas.
Pero esta pandemia nos ha enseñado que las distancias y el aislamiento es necesario para encontrarnos con nuestro ser interior y es cuando nos hemos dado cuenta que estamos en oportunidad de conversar en plenitud con nuestro Señor, es de esta forma que nos hemos auto evaluado y es cuando nos preguntamos, ¿como Cristianos, estamos haciendo con fe la Obra de Dios, amamos al prójimo, vemos por igual de condiciones a los miembros de nuestra…
Es más que una reflexión, es una exhortación a retomar nuestra verdadera identidad de hijos de Dios, de siervos de Jesucristo, y ser llenos de su Espíritu santo. Muchísimas gracias por ésta palabra oportuna y necesaria